Heraldo-Diario de Soria
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LUIS DÍAZ VIANA
Soria

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PUEDE PENSARSE que la cuestión de la identidad cultural de una colectividad es un asunto menor si se le compara con la organización social o la economía de la misma, pero -en realidad- estos aspectos suelen estar inseparablemente ligados a aquélla e incluso ser en buena medida un resultado de su vigor e influencia. Tampoco deberíamos creer por ello que tal identidad constituye algo sacro, que nos viene dado desde el ayer y de lo cual, por esencial para nuestros modos de ser y comportamientos colectivos, no podríamos –aunque quisiéramos- escapar ni disentir. Somos así de «carácter», se nos decía hasta no hace mucho: secos, fríos y parcos, como el clima de la meseta (y sin poder dejar de serlo).

Tomada de este modo, la «identidad» sería una palabra casi demasiado importante, que determinaría –desde un supuesto carácter regional o nacional, a la postre falso– el horizonte de nuestras vidas en lo colectivo y en lo individual. Conviene pensar -pues es lo que se aproximaría más a cierta veracidad antropológica–que el «mecanismo interno» de la identidad consiste, por el contrario, en un juego de identificaciones y diferenciaciones respecto a los otros; y que esas concepciones de identidad/alteridad están haciéndose y deshaciéndose constantemente porque en absoluto son algo inamovible.

Precisamente, el relato de las identidades, porque al final éstas actúan como narraciones sobre nosotros mismos que inventamos o nos inventan los demás, se refiere principalmente a un lugar y a un tiempo (llamémosles pues cronotopías si preferimos emplear términos eruditos); dicho de otro modo, a un territorio y a una historia del mismo. De esas cronotopías, de esos relatos sobre «nosotros» o nuestros pretendidos ancestros en el pasado (ya procedan de una historia más o menos documentada o de meros mitos) se intenta extraer una «esencialidad» que habría resistido el paso del tiempo y, en base a la cual, vendrían a reclamarse privilegios o derechos –casi siempre territoriales y fiscales– en relación con otros. De todo ello tenemos ejemplos cercanos en lo geográfico y temporal por lo que no hace mucha falta incidir en otros pormenores.

Pero, ¿cuál sería en este contexto de ebullición y pugna de identidades en que nos hallamos el relato de lo castellano y leonés, más allá de ciertas reivindicaciones de tipo histórico o lingüístico? De la reclamación histórica, según la cual parece que habría que demostrar que seríamos los más antiguos en todo, no trataré; porque no creo que, al fin, sea demasiado relevante para lo aquí abordado: que la verdad de la historia no cuenta mucho en el grado de éxito de los concursos y discursos de identidad queda patente si consideramos la repercusión de los mitos cronótopicos de Cataluña o el País Vasco, que deben buena parte de su fuerza al carácter mítico de lo narrado. Tampoco, de otro lado, se puede decir que estemos libres de ciertos dislates o retorcimientos de la historia y prehistoria cuando, desde algunos medios de comunicación, los descubrimientos paleo–antropológicos de Atapuerca fueron presentados como la confirmación de algo que los castellanistas más arrogantes ya presuponían: «el primer europeo era de Burgos».

Dejando aparte tan «rancio abolengo», en el discurso identitario más extendido, con frecuencia parece que predominara un relato de continuidad respecto lo que se proclamaba que era (o tenía que ser) el «alma de Castilla» en la España pre-democrática: nación «mística y guerrera», tierra de «cantos y santos»; pero recinto monumental y económicamente en declive que habría de encontrar su mejor destino -como buena parte del país- en ser visitado por los turistas: claro que el arte y la historia suelen seguir teniendo menos atractivo que el sol y la playa, por lo que muchos de los posibles visitantes siempre dudarán más en venir y pernoctar en tierras ásperas e inclementes en cuanto al clima -como las nuestras- que en acudir a tostarse en las arenas de Levante o de las islas.

Semejante visión de una Castilla tenida por alma de España y esencia de Occidente en su lucha contra la morisma solía aderezarse con un regionalismo pintoresco y un folklorismo de muy baja identidad, que continúan encajando perfectamente con esa tierra «muñidora de la patria» que se espera que sea o siga siendo Castilla y León en lo cultural. Probablemente esto explique que los relatos identitarios –o cronotopías dominantes sobre esta Comunidad Autónoma- deban más a la pluma de los escritores que a concienzudos estudios de científicos sociales. Los cuales, por cierto, no es que no existan, pues hay suficientes trabajos de sociólogos, geógrafos y antropólogos aportando bastante más y fidedigna información sobre esta región que las especulaciones o vivencias acerca de lo castellano que (como en una cadena de tópicos simplificadores) han venido a sucederse desde los autores del 98 –e incluso antes- hasta ahora.

Voy a ocuparme aquí de algunos de esos estereotipos, ya que desmontándolos –o «deconstruyéndolos»– creo que se abren otras potencialidades y fortalezas para Castilla y León en el futuro que no deberíamos desdeñar. Uno de los principales es el de esa supuesta falta de conciencia (a veces se llega a decir identidad), debida -según quienes defienden esta hipótesis– a que Castilla y León serían la columna vertebral del nacionalismo español y, por lo tanto, ni poseen (ni importa que tengan) algo como una «identidad regional». Se ve a esta región –además- como un mundo unitario en sí que sirve de ejemplo o está al servicio de una unidad patriótica. Lo mismo cabe decir de lo lingüístico: eso que algunos autores han señalado como certificación de una falta de identidad castellana y leonesa (el hecho de que como hablamos castellano no nos distinguiríamos de los cientos de millones de hispanohablantes del mundo desde el punto de vista del idioma) ni siquiera es mínimamente cierto. En Castilla y León no sólo se habla castellano, se hablan otras lenguas romances como el galaico-portugués o el astur-leonés y hay tantas formas de hablar estos idiomas en las distintas comarcas que conforman nuestra Comunidad Autónoma como paisajes. Que Castilla y León es nada más la tierra del castellano y su paisaje un inmenso páramo resulta ser una concepción tan reduccionista como falsa.

Lo mismo que pensar que aquí todo es campo y espiritualidad o que nos hallamos genéticamente incapacitados para la industria y la tecnología, cuando uno de los sectores que están funcionando (más allá de lo turístico) es el de la agroalimentación, en cuanto supone una fusión entre lo industrial y lo agropecuario. De la misma manera que, en otras épocas, fusiones parecidas nos proporcionaron riquezas como la de los paños y tejidos en su conjunción de ganados y manufacturas; o la de la madera y resina en su relación con la explotación de bosques y pinares. Estas sugerencias dan ya idea de todo lo que se ha desdeñado y desperdiciado en recursos y sabidurías locales. Había en nuestros pueblos y ciudades bienes y oficios que podían haberse reconvertido a la modernidad -y postmodernidad- dando lugar a muchos ‘IKEAS’ de diversas materias y clases. Pero no ha sido así. Habría que estudiar a fondo por qué modelos productivos -en muchos casos comunales- desaparecieron por causa de normativas, disposiciones y estrategias gubernamentales equivocadas, pero no sólo por ello. También por ideas igualmente equivocadas de la «tradición» como del «progreso».

Volviendo a la identificación cultural de Castilla y León, propugno que consideremos una visión menos simplificadora y un relato más rico. Castilla y León no son una cosa sola y unitaria, una piedra de toque de la unidad, sino -por el contrario- un microcosmos que ejemplifica la variedad de lo español, una síntesis y un laboratorio o experimento que constituye la base de nuestra convivencia como nación. Dejemos de verlos como un puñal vertical y conquistador de lo otro para pasar a contemplarlos como un amplio manto que acoge lo diverso. La única verdad entre tanto tópico sería la del siguiente dicho: «ancha es Castilla» (y no menos León). Como extenso y casi infinito es su horizonte.

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