PEDERASTIA EN LA IGLESIA DE CASTILLA Y LEÓN
"El juez canónico me dijo que si no voy al Papa, el obispo lo hubiera metido en un cajón"
La víctima de abusos sexuales de Ramos Gordón envió la carta al Pontífice en la etapa del anterior obispo de Astorga Camilo Lorenzo
El interés de la Diócesis de Astorga por aclarar el primer caso de abusos sexuales reconocido por la Iglesia de Castilla y León de nuevo queda en entredicho. «El juez canónico me dijo que si no llego a ir al Papa con mi denuncia, el obispo lo hubiera metido en un cajón».
F. L., víctima de los abusos del cura José Manuel Ramos Gordón, indica que eso le comentó Julio Alonso, instructor del proceso canónico que la Diócesis no tuvo más remedio que abrir en 2015 por imposición del Pontífice, tras recibir una carta de F. L. En ella relata los «horrores» que padeció de niño en el Seminario Menor de La Bañeza.
Cuenta que Alonso le aseguró que, de acudir al Obispado en vez de a la Santa Sede, él nunca hubiera tenido noticia de la denuncia: «Si esta carta la hubieras enviado a la Diócesis, la hubiera recibido el obispo y, aconsejado, la hubiera metido en un cajón. Yo como juez no me habría enterado y hubiera quedado en nada».
Pero F. L. optó por remitir su escrito al Vaticano con la confianza de que el Papa Francisco tuviera voluntad de esclarecer estos casos y, también, escarmentado por el nulo auxilio que recibió en su niñez por parte de los sacerdotes a los que su hermano y otro compañero, también víctima, relataron su calvario.
F. L. envió su testimonio en noviembre de 2014, una época en la que era obispo de Astorga Camilo Lorenzo, al que sustituyó después Juan Antonio Menéndez, actualmente al frente del Obispado. Menéndez pidió disculpas a la víctima a través de una carta, pero ahora guarda silencio ante los posibles nuevos casos que salen a la luz en otro centro en el que Ramos Gordón fue profesor, el Juan XXIII, de Puebla de Sanabria.
El instructor del proceso y vicario judicial, Julio Alonso, es el que F. L. sostiene que «primero dijo que existía un informe oculto archivado en la Diócesis» sobre los abusos sexuales y, después, «delante del obispo», se retractó. «Aunque lo niegue, dijo que había un informe que lleva 28 años bajo llave donde ponía lo que habíamos pasado porque los tutores y el rector hicieron un escrito sobre los gemelos –él y su hermano–».
También incide en que fue Alonso el que le ofreció una reparación de 50.000 euros. «Luego, de nuevo, lo negó ante el obispo».
Para la víctima, cada paso dado por la Diócesis –más bien, la ausencia de ellos– es un nuevo revés. «El silencio hace daño. Se burlan de mí. Llevan riéndose toda la vida», señala sobre un Obispado que encubrió durante décadas al cura pederasta, que acaba de premiar con un ascenso a uno de los curas señalados como encubridor –nombró en enero vicario de Ponferrada a Javier Redondo de Paz– y que permitió que el pederasta fuera homenajeado y reconocido en el pueblo zamorano de Tábara, donde ejerció 26 años, ocultando que ya había reconocido que cometió los abusos. «Cuando parece que podía hacerse justicia, nada. No hacen nada», lamenta F. L.
Este ex seminarista ha conseguido que la Iglesia reconozca el primer caso de pederastia en Castilla y León, y su pretensión únicamente es que los hechos salieran a la luz. «No busco perdones, mucho menos busco dinero, ni nada. Sólo que se sepa lo que nos pasó, que ningún niño vuelva a pasar por esto y que termine de una vez. Lo hago por la sociedad, no puedo dejarlo pasar».
Sin embargo, con la resolución adoptada por la Iglesia nada termina. Al revés. No le convenció la conclusión del proceso que terminó con el reconocimiento de los hechos por parte de la institución eclesiástica y por destituir al sacerdote de su oficio de párroco por, al menos, un año. «Me engañaron. Dijeron que lo apartarían y ahí seguía él con sus homenajes», apunta.
Mucho menos le agrada la ausencia de una investigación por parte de la Diócesis sobre los encubridores. Los mismos que la víctima señala en su carta al Pontífice por conocer de boca de los afectados lo que José Manuel Ramos Gordón les hacía muchas noches de ese curso de 1989. «Ellos sólo miraron por su vida y sus ascensos. Esos niños les dábamos igual».
Ante esta pasividad, F. L. pide para ellos la expulsión en cumplimiento con la orden que el Papa firmó en junio del año pasado, en la que decretó que debían cesar de sus cargos de los eclesiásticos que oculten casos de abusos sexuales. «Hay mucho que investigar. Lo han sabido todos estos años. Todos los encubridores deberían ser expulsados. Me siguen ofendiendo».
Frente a esta ofensa, el agradecimiento por el respaldo de ex seminaristas de Astorga y La Bañeza, que han manifestado que fueron testigos de abusos cometido por Ramos Gordón y animan a otras víctimas a que den el paso y cuenten lo que les sucedió. «Es de una gratitud enorme que te apoyen, que se hayan movido conciencias, que aparezcan todos juntos. Es grande», comenta quien ya lo denunció previamente hace 28 años, al contárselo al rector Gregorio Rodríguez (ya fallecido) y a uno de los tutores (Javier Redondo de Paz), y no obtuvo respuesta.
Sólo silencio y represalias. «Consiguieron taparlo y sufrí lo que sufrí. Durante mucho tiempo pedimos auxilio y no sólo no nos lo dieron, sino que nos amargaron la existencia. Fue insoportable».
F. L. se refiere a cuando estuvo en el Seminario Menor de La Bañeza y padeció los abusos, pero, también, a los dos siguientes cursos, primero y segundo de BUP, en el Seminario Mayor de Astorga, donde asegura que vivió «maltrato psicológico» por haber hablado.
«Eso era el infierno», cuenta sobre aquellos días quien ya es padre de familia, y reconoce que aún «ese horror» le persigue. «A veces es como si mi cabeza siguiera allí».
Todavía recuerda aquella cara. «Su rostro de pavor». Su hermano le contó que José Manuel Ramos Gordón «se metía en la cama con él, le hacía cosas y le tocaba». Le creyó. Ese pánico no se finge. «A las dos noches me tocó a mí».
Entonces comenzó «el miedo», algunas horas «escondidos en el baño» para evitar que los pillara en la cama, tratando de zafarse del pederasta, aunque muchas no lo lograban; las mañanas dormidos «encima del pupitre por estar agotados por no poder descansar» y los días cargados de temor hacia la noche. «Entraba en los dormitorios cuando le daba la gana. Muchas veces se ponía de rodillas, a veces tardaba poco y otras más, pero era horrible e interminable. Aveces me vienen imágenes. Eso tan terrible no se olvida. Éramos sólo unos chavales».