60º aniversario DE UNOS PERSONAJES
Los Pitufos: diversión inocente o propaganda soviética?
Los duendecillos azules creados por Peyo han alegrado la vida a millones de niños y dado pie a lecturas conspiranoicas Norma recupera sus historietas en varios volúmenes integrales, que nos recuerdan por qué amábamos el cómic original
Así que ustedes también ven esos duendecillos azules. Permítanme tranquilizarles: se llaman Pitufos, y existen. Yo los he visto. No son un desafortunado efecto de la ingesta heroica de orujo, como los ratoncillos que torturan a Ray Milland en 'Días sin huella'. Naturalmente, no los he visto en carne y hueso (ese privilegio se lo cedo a un amigo, que sufrió un Encuentro Pitufo en la Tercera Fase; del LSD, quiero decir). Los he visto, al igual que todos ustedes, en forma de personajes de cómic.
Los Pitufos llevan tanto tiempo entre nosotros que parece que siempre estuviesen allí, verdad? Pero, al igual que sucede con la Mara Salvatrucha o los programas de chefs, existió un tiempo inconcebible en que esos afables retacos cerúleos no campaban por la Tierra. Los Pitufos son una figura moderna: los creó un dibujante belga llamado Pierre Culliford, alias Peyo (1928-1992), en 1958. Al principio, aunque cueste de creer, eran un poco como los Roper (disculpen la referencia vetusta, 'millennials'): simples secundarios en programa ajeno. La serie, de ambientación medieval-fantástica, se llamaba 'Johan et Pirlouit' ('Jan i Trencapins' en Catalunya) y se publicaba en el semanario francés 'Spirou'.
Acrónimo de barr-etina y Pat-ufet?
En el 16 álbum de dicha serie, el apuesto caballero y su escudero berzotas conocían a unos notas minúsculos con piel color zafiro, cola de champiñón y birrete puntiagudo (en 1959 Peyo les aplicaría el gatillazo que lo transformaría en gorro frigio). Iban con el pecho descubierto, como luchadores de 'wrestling', andaban a brincos y hablaban un idioma tan desconcertante como pueril (más sobre el idioma un poco más abajo). Vivían en el País Maldito, un mundo inhóspito más desagradable de contemplar que la fotografía de una colonoscopia (su creador les mudaría a pastizales pintorescos cuando gozaron de serie propia). Peyo, a la sazón, recuperó a los gnomos pecholata de viejos bosquejos para una película animada ('Le Cadeau a la fée', de 1945; inédita). Los bautizó Schtroumpfs, por un equívoco lingüístico que no les cuento porque no tiene ni pizca de gracia, pero cada país los traduciría a su bola: en Catalunya serían Barrufets (acrónimo de Barr-etina y Pat-ufet? Acabo de inventarme esto).
Por demanda popular, los Pitufos se lanzaron como 'spin-off' en 1958, con su primer mini-relato, 'El pitufo negro' (1959), y un equipo que contaba con Franquin, Yvan Delporte y Gos en sus filas. En 1963, los minirelatos ya se habían convertido en series, con 'Pitufonía en Do'. En España las historias se publicarían en revistas como 'Zipi y Zape' y 'TBO', pero aquí este humilde periodista las leyó ya recopiladas en los álbumes de Argos, primero, y Bruguera, después. También acumulé cuantioso 'merchandising' de la franquicia, pues Peyo (y sus herederos) jamás tuvieron los escrúpulos puristas de, digamos, Bill Watterson ('Calvin y Hobbes') y anegaron el mundo de adorables, y altamente coleccionables, pitufos de goma, cada uno con su inconfundible personalidad o atavío pintoresco.
Como canciones de Morrissey
Sí. Los habitantes del kibutz Pitufo son facialmente idénticos, pero a cada uno se le distingue por una particularidad, de cariz no abstracto. En efecto, los Pitufos son como canciones de Morrissey: hacen lo que dice su título. Así, tenemos al Pitufo Gafotas, el Pitufo Bromista, el Pitufo Gruñón, el Pitufo Manitas, el Pitufo Vanidoso o el Pitufo Poeta (yo siempre confundí a estos dos últimos, por razones que ahora comprendo). Son arquetipos lúdicos. Si quisiese ponerme asquerosamente pedante diría que son como los personajes de 'El progreso del peregrino', la alegoría de 1678 de John Bunyan, quienes responden fielmente a sus nombres de pila: Cristiano es un señor cristiano; Fiel es un pavo bastante fiel; ya pillan la analogía.
Los Pitufos gozarían de 1981 a 1989 de una serie de televisión propia, producida por Hanna Barbera, con demasiados capítulos (al final veías Pitufos hasta en la sopa; te entraban ganas de que Gargamel les metiese a todos en una ídem). Sony Pictures, por el contrario, optimizó el genocidio del pueblo Pitufo en solo dos grandes bodrios de larga duración.
Peyo dibuja un Pitufo
Conspitufanoia
Los descendientes de Peyo, fieles custodios de la franquicia, se han hartado de decir que al autor le traía al pairo la política, pero es indiscutible que algunos de sus álbumes efectúan comentario político. 'El Pitufísimo' (1964) es una crítica blanca a la demagogia y los totalitarismos. 'Pitufo verde y verde pitufo' (1972), por otro lado, es producto de la angustia que le provocaban a Peyo, linfático equidistante, las disputas lingüísticas entre flamencos y valones en su Bélgica natal (me decepciona que ningún unionista lo haya usado aún para hablar de la "tensión" idiomática en Catalunya).
Pero una cosa es decir que un par de álbumes tienen manso trasfondo social, y la otra afirmar que SMURF eran las siglas de Small Men Under Red Force (Hombrecillos Bajo la Fuerza Roja), como dijo alguna eminencia durante la guerra fría, o que el Papá Pitufo representa a Stalin.
Esto último lo afirmó un francés con demasiado tiempo en sus manos, Antoine Buéno, en un panfleto titulado 'Le petit livre bleu: Analyse critique et politique de la société des Schtroumpfs' (2011). En él se asegura que los Pitufos viven en un mundo sin iniciativa privada donde todo está colectivizado (eso sí es cierto). Esta "utopía totalitaria" se compara al "comunismo stalinista" (según él, el Pitufo Gafotas simbolizaría a Trotski; rían ahora). Gargamel, con su nariz de berenjena y perfil artero, es una caricatura antisemita digna de Julius Streicher. De La Pitufina (1966) dice que "glorifica al rubio ario" (gran parida), pero olvida señalar su contenido machista (gran verdad). Y de El Pitufo Negro dice lo que pensamos todos, vaya; que mejor hacer ver que no existe.