23 de marzo de 1897
ENTRE LA PLAZA DE LA LEÑA Y LA DEL CAMPO. Hacía tiempo que los Amigos del País habían desecado la laguna que ocupaba el paraje del Espolón y que el buen hacer de Isidro Pérez y fray Felipe Alonso había servido de agua de la Verguilla las fuentes de Teatinos y de la Mayor. Quedaban atrás nevadas interminables, como aquella del año 1829. Y apenas alguien recordaba las dramatizaciones con las que se sufragó el arreglo de la fuente del Campo y su instalación definitiva
A Jorge Carrillo, con enorme agradecimiento
Era al comienzo de los años treinta. Vendría después, en época de los ingenieros de Caminos Eduardo Saavedra y Eduardo Godino [1851-1866], el fin del aislamiento de la ciudad con la llegada de la carretera general de Madrid a Francia por Pamplona y la transversal de Valladolid. El trazado de esta exigió el derribo de una tortuosa fila de ruinosos edificios, de «mezquinos soportales», y la construcción de una bella alineación de casas que prolongó la calle del Postigo, regularizó el perímetro de la dehesa de San Andrés [limitada ahora por pretiles en sus dos lados mayores y por la verja y portada que la cerraba y separaba de la contigua plaza del Campo] y animó a que en 1862 otro conspicuo soriano, Cipriano Pérez Rioja, ideara bonitos jardines al estilo francés. En otro tiempo, los abades del monasterio de San Millán, los priores del Cabildo de la Colegiata de San Pedro, el Común de Vecinos y el propio Concejo de la ciudad dieron forma y contenido al «parque», y aunque ni rastro hay de la iglesia del siglo XII que dio su nombre a la heredad, algunos vieron los olmos que empezaron a plantarse en la centuria del XIV, los álamos y sauces del XVI y aún los restos de la primitiva ermita del Cristo del Humilladero que el Consistorio y la familia de los Río Salcedo salvaguardaron como capilla trasera al transformarla, entre 1552 y 1563, en La Soledad actual.
El derribo de la puerta del Postigo, tan polémico como necesario, fue asumido y casi olvidado; se superó, con edificaciones de nueva planta, el incendio de las casas de Guillermo Tovar y de Bautista Gaspar; y todo parecía fluir en Soria en consonancia con tiempos y aires nuevos. Y entonces, en la madrugada del martes 23 de marzo de 1897, a un año justo de que el fuego redujera a cenizas la cochera del ventorro de Agustín Besse, cuando aún se tenía presente lo sucedido el 18 de enero de 1886 en la plazuela de Herradores y no se había repuesto la infame dotación del cuerpo de bomberos de la capital, se desató un «voraz» incendio que acabó con la prestancia de un palacio, el del marqués de la Vilueña, que lo era por su ubicación [entre la dehesa y la ciudad], su tamaño [más de 1500 m2 de superficie habitable en dos plantas], su servicio [al pie de una grandiosa huerta propia] y sus moradores [la familia de Francisco Carrillo y Teigeiro, que además del marquesado citado ostentaba el título de barón de Velasco, estaba en posesión de la Gran Cruz de Isabel la Católica y era senador del Reino en representación de la ciudad y la provincia]. Poco antes, Pascual Madoz lo renombró en su diccionario; Emilio Valverde lo incluyó en la ´Guía del Antiguo Reino de Castilla´ por «su severa arquitectura, gran solidez y esbeltas formas»; y tras el incendio, el desmonte y la expropiación, aún lo recordaba Manuel Blasco, en su ´Nomenclátor´, «como vigía de la ciudad por el sur».
A las cuatro y media de la mañana de aquel citado martes, no más de media hora de que el mayor de los hijos hubiera salido de casa rumbo a una cacería tiempo antes concertada y una joven de la servidumbre cerrara tras él las puertas del palacio, el desusado ruido en aquellas horas [los gritos del vigilante de consumos, el silbato del sereno, la bocina de alarma y el repique de campanas de las parroquias] despertó a la par al señor marqués y a sus vecinos, y buena parte de ellos se abalanzaron sobre las puertas del palacio. Tiburcio, el segundo de los hijos, bajó las llaves para que se abriera la portería, y al tiempo que los moradores salían a la calle a medio vestir, con los niños en brazos y entre mantas, entraban en la casona el público, deseoso de auxiliar en lo posible, el cuerpo de bomberos y sus dos bombas, las autoridades y parientes y amigos de la familia. Todos observaron pronto que el fuego procedía de la cisquera, de los desvanes y del tejado, que se hundía con estruendo horroroso sobre las habitaciones del piso principal. Nada podía hacerse, salvo salvar lo más valioso y abandonar el edificio a la acción del fuego, a las hachas de los bomberos y al agua que, con escaso caudal, llegaba con aquellas bombas y otra más traída de la estación del ferrocarril. Visto el fuego en la lejanía, regresó del puesto de caza Francisco y bien sorprendido quedó al contemplar los enseres de su casa dispersos por la plaza de la Leña, por la del Campo y por el jardín. El «voraz elemento», expresión que tanto repitió la prensa y que él mismo usaría algún año después en escrito personalísimo dirigido a su hijo, siguió hasta la noche del miércoles, no dejando más rastro de lo que un día fue «un soberbio edificio aislado dentro de su propia grandeza» que sus enormes muros perimetrales.
Es de suponer que Francisco, Carmen, Tiburcio, Pilar, Consuelo, Concha, María, Margarita, Blanca, Elisa, José María, Gloria y Enrique, los hijos del marqués [el primero de 22 años, el último de apenas 10 meses], no olvidarían nunca aquella fecha, que el estrés sufrido por su señor padre precipitaría la penosa enfermedad que acabó con su vida el 19 de julio de 1900 y que Consuelo Eraso Santa Paú, la madre, habría de ponerse en el papel de Excma. Sra. viuda del marqués de la Vilueña y sobrellevar la acometida del municipio que pronto empezó a pensar que aquel desgraciado acontecimiento podía facilitar el ensanche y embellecimiento de la ciudad.
En la última entrega de esta serie, nos beneficiamos de una imagen de la plaza del Campo nunca vista. El propio cuadro llamó la atención de Jorge Carrillo Fernández [XV marqués de la Vilueña y XII barón de Velasco] y, por intercesión de Manuel García de Leániz, nos remitió las seis imágenes que nos sirven hoy de ilustración. Nos facilitó, también, un plano «geométrico» del palacio siniestrado, plano que firmó el 15 de noviembre de 1897 el arquitecto municipal José del Villar, quizá respondiendo a una demanda del propietario que seguramente soñase con levantar de nuevo su casa. La brevedad de la vida [no más de 52 años para él] no se lo permitió y a nosotros [que recordamos el «hotelito» de Román Carnicero, y el Teatro Cine Avenida, y nos aturde y agobia el blanco edificio actual] nos abrió el apetito de saber más. Y sabemos ahora [con nueva consulta a José Ignacio Esteban Jáuregui] que su primera piedra pudo ponerla, en la segunda mitad del siglo XV, Nicolás Beltrán; que la segunda y tercera, ya en la centuria siguiente, sería decisión de Antonio Beltrán y su hijo Beltrán de Rivera; que Juan Zapata, en 1634, construyó el patio interior con 18 columnas dóricas, de piedra monolítica y de Valonsadero; y que otras reformas nos conducirían veintidós años atrás de aquel nefasto 23 de marzo de 1897.