Soria, a ras de tierra
PAZ EN LA GUERRA / Como tantas cosas vistas en estos textos, ninguno de los títulos que acompañan esta página es nuestro. El primero, aunque no busca aquel trasfondo, es de Miguel de Unamuno, de su primera novela [1897]; el segundo, de José Álvarez Junco, tomado de su reciente y memorable discurso como doctor honoris causa de la UNED. Aquél pretende aludir a la vida en Soria durante la Guerra Civil, éste al desarrollo de un proceso histórico despejado de excepcionalidades, mitologías y heroísmos
El 1 de julio de 1936, Soria y su Ayuntamiento estaban tan lejos de lo que dieciséis días después ocurriría en el país que aquel, reunido en sesión ordinaria, acordó por unanimidad dar “un voto de gracia” a Benito Artigas Arpón, diputado a Cortes de la provincia, por sus iniciativas “respecto a la construcción en esta capital de un Instituto de 2ª Enseñanza, por parte del Estado y previa declaración de urgencia”. A tal fin se acordó designar “una ponencia compuesta por los concejales Bienvenido Calvo, Pablo Pérez Sevilla y Aurelio de Marco, al tiempo que el propio presidente de la Corporación dejaba dicho que en la conversación con el mencionado diputado ofreció para ubicar el nuevo instituto “los solares que [existían] junto al Museo Numantino”. Pero, al poco, estallaba la Guerra, el Gobernador civil, Ramón Benito Casado, cesaba en sus cargos a varios concejales, entre ellos Calvo Hernández y De Marco García; Pérez Sevilla, practicante municipal, concejal y presidente de la Comisión Gestora de la Diputación, daría pronto con sus huesos en el penal; y el diputado Artigas, armaba el batallón Numancia. De lo que habría sido un bello proyecto [¡un instituto junto al Numantino!] y un evidente progreso para la ciudad, nunca más se volvió a hablar. De lo que sí se habló, o al menos se escribió, fue de los expedientes instruidos a varios funcionarios, verbigracia los abiertos a la matrona de la Beneficencia Municipal, Constantina Alcoceba Chicharro, y al oficial 2ª de la Secretaría Municipal, Mariano Cabruja Herrero, en una fecha, la del 21 de septiembre, muy alejada del 5 y 8 de agosto en que fueron fusilados. Y también se habló, y mucho, de los cambios en los sillones municipales [el cese a Antonio Arana Royo y el nombramiento de Carmelo Monzón Mosso, el 29 de octubre, y la de otros concejales, como arriba se indica, en virtud del “uso de las facultades que le estaban conferidas” al todopoderoso gobernador], de la llegada del capitán general José Moscardó, y de la búsqueda de instrumentos laborales, empresariales y constructivos para, facilitando estos, “ir poco a poco resolviendo los diferentes problemas relacionados con el paro forzoso”.
Se alentaron, entonces, tareas de “limpias en los montes pertenecientes al Ayuntamiento y Mancomunidad de los 150 pueblos de la Tierra, con cesión gratuita de los productos que se [obtuvieran] para destinarlos a fines benéficos y sociales”; y luego, a lo largo de aquellos trágicos años, se multiplicaron los proyectos de construcción de fábricas, talleres y viviendas de particulares [como la vivienda de Félix Cámara en terrenos del campo de Santa Bárbara; la fábrica, y vivienda, de Simón Sainz en la subida a Santa Clara; la casa núm. 24 de la calle Puertas de Pro de Antonio Ridruejo; la elevación de un piso en los talleres de Julio Santamaría en la carretera de Logroño; los garajes, casa habitación y oficinas de Tomás Brieva; la fábrica de jabón de la Sra. Viuda de Casto Hernández], pero también de viviendas obreras o “casas baratas” [como las que se levantaron en la plaza de San Pedro, en propiedades de Carmen Gonzalo e Hilario García], u otras más caras, elitistas y “protegidas” por intereses de algunos miembros de la Corporación [tal que la colonia de los chalet de aquella “Ciudad Jardín” que ideara Mariano Cabruja antes de caer en desgracia]; y hasta se reformó y amplió la capilla y residencia de los R.R. P.P. Franciscanos, para lo cual Fr. José Bernardo Biaín Cortabarría, Guardián del Convento, solicitó, y se le concedió, 25 m3 de piedra arenisca extraída de las canteras del monte Valonsadero.
La lista de obras, particularmente de carácter privado, podría ser, porque así lo fue, mucho más extensa, y en muchos casos, especialmente en la parcelación, explanación y urbanización del alto de la dehesa de San Andrés en el que se ubicaría el futuro campo de deportes y los referidos “hotelitos”, íntimamente relacionado con el trabajo forzado de los recluidos en el campo de concentración de Soria. Y en lo público, no se ha de olvidar por la necesidad del periodo bélico en que se vivía, todo cuanto llevó consigo [también en materia de construcción de nuevos refugios y consolidación de otros] la llamada “defensa pasiva de la población”, aprovechando para su financiación “los ahorros en alumbrado público como consecuencia del estado de prevención nocturna” y “las multas impuestas por incumplimiento de órdenes”.
La guerra no estaba en Soria, pero sí sus miserias: estaban las proclamas de Juan Yagüe dispuesto a “contribuir en primera fila a la creación y sostenimiento del Imperio”; las audiciones propagandísticas de “la doctrina del Nuevo Estado” con uso de potentes altavoces instalados en la sede de Falange o en el exterior del edificio del Bar Talibesay; los premios patrióticos a las madres sorianas que más hijos hubieran perdido en “defensa de Dios y de la Patria”, o a los comerciantes de la ciudad que mejor engalanases sus escaparates para festejar el “Día de la Victoria”; estaban, y se multiplicaban, las imprescindibles colectas del “Días del Plato Único”, del “Día sin Postre”, de aguinaldos para el combatiente o “a beneficio de Frentes y Hospitales”; y estaban, las requisas indeterminadas de vehículos, de habitáculos [posadas, ermitas, fielatos o centros escolares para improvisados presidios u hospitales de “sangre” de la Cruz Roja], de papel, y de objetos tan variopintos como “las botellas [de vidrio] de ¾ de litro”.
El frente de la guerra no estaba en Soria, cierto, pero todo era guerra y ella se respiraba por igual en los centros escolares, en los principales hoteles y bares, y en las calles, plazas y viviendas, pues raro era el hogar que, de una manera u otra, no se hubiera visto implicado en la brutal represión inicial, en el terror y miedo continuado, y en aumento, o en una cruel delación, que lo mismo denunciaba actividad política de entonces, o de antes, que comportamientos morales, religiosos o cívicos, como aquel conciudadano de la calle Numancia que, no sin razón, acusó a su vecino del bajo de la misma finca de provocar un foco de infección por tener en el lugar “varios cerdos y otros animales”.
Sí, visto lo anterior y lo que llevamos escrito en casi un centenar de entregas, no parece mal título ´Soria, a ras de tierra´ para agrupar o encabezar esta serie que huyó siempre del enfoque “mágico-infantil del pasado”, del continuo “suceder de guerras”, de “los colectivos idealizados” y de las “luchas constantes entre héroes que personificaban la virtud y el sacrificio y malvados que defendían la opresión y el egoísmo”; huyó también del pueblo como hacedor de una historia social que hubiera podido redimir a la provincia; y así, sin otras pretensiones que “descubrir y narrar los hechos ocurridos en el pasado y explicar en lo posible sus causas y consecuencias”, andamos, quincena a quincena, escribiendo un relato, parcial y limitado, ocupado siempre en cuestiones o aspectos antes dejados de lado, relativos, principalmente, a las identidades culturales de nuestra tierra. Alguien dirá que hemos aprehendido a la letra la lección de José Álvarez Junco, maestro de historiadores, y habrá que decirle que sí, que tiene razón.