De críticos cinematográficos y operadores de cabina
Homenaje a Julián de la Llana y a José Antonio Silva con motivo de la concesión del Caballo de Honor del Certamen de Cortos, en forma de recorrido por algunos hitos de su trayectoria y de la historia del cine en Soria
No descubrimos nada nuevo si afirmamos que el cine ha sido, desde su presentación por los hermanos Lumière en el Gran Café de París en 1895, uno de los elementos culturales, industriales y económicos más importantes del siglo XX y ha supuesto la base de la enorme industria audiovisual y comunicativa que nos envuelve, y nos arrastra, a diario.
Para la generación de espectadores que nos formamos en un tiempo anterior a las plataformas, a las grandes pantallas domésticas y al cine a la carta, el ritual, muchas veces social y, en ocasiones, emocionante, de acudir a la sala oscura ha sido, sin lugar a duda, uno de los rasgos principales que ha condicionado nuestro acceso y nuestra visión del mundo, de la historia, de la estética y la moda y ha condicionado, así mismo, nuestro comportamiento y nuestra forma de pensar, sentir y actuar.
No es lugar ni momento de desgranar aquí una historia de la cinematografía en Soria -esperemos que uno de los homenajeados aquí citados presente pronto la suya, exacta y monumental-, desde sus tempranos inicios en barracas en la entonces Plaza de San Esteban hasta los coquetos Cines Mercado. Tampoco es momento de hablar de salas, empresarios, actores o de los muchos rodajes llevados a cabo en tierras sorianas, desde la perdida “Para toda la vida” de Benito Perojo (1924) a la más conocida y apoteósica “Doctor Zhivago” (1965).
Sí hablaremos, sin embargo, de dos personas que, con un labor callada pero impresionante, han hecho mucho para que los sorianos disfrutásemos y comprendiésemos el mundo del cine, lo que les ha valido, en justísima correspondencia, el haber recibido el viernes 10 de noviembre sendos Caballos de Honor del Certamen de Cortos de Soria, aquella atrevida idea lanzada por el siempre activo Adolfo Sainz Ruiz cuando era concejal de juventud, puesto de gala para celebrar su XXV edición, bajo la siempre entregada labor como coordinadora de la incansable Yolanda Benito.
Al primero, el historiador y crítico cinematográfico Julián de la Llana del Río, podemos imaginarlo de niño en una España todavía en blanco y negro, volviendo del colegio por las calles nevadas de una pequeña ciudad castellana, fría pero acogedora y entrañable, como el Bedford Falls de James Stewart en “Qué bello es vivir” (1946).
Pronto descubrió que el cine, en el popular Proyecciones o en los elegantes Ideal y en el antiguo Avenida, era una ventana al mundo, al brillante y divertido de los musicales y de las comedias de Cary Grant, al más real y duro del neorrealismo italiano o al fantástico de “Los 5.000 dedos del doctor T” (1953).
El niño, como el Totó de “Cinema Paradiso” (1988), creció y empezó a apreciar la mecánica y el funcionamiento del cine. Se licenció en Filosofía y Letras y se especializó en Historia, con pasión por la prehistoria y por la historia contemporánea, aprendió árabe y se planteó incluso ser director de cine, pero al final optó por la crítica y la historia del séptimo arte. Como un caballeroso David Niven de la meseta castellana marchó a la Cátedra de Cine de la Universidad de Valladolid, a la cuarta promoción de 1967 y allí departió con futuros directores como Fernando Méndez Leite, con paladines del nuevo cine alemán y con sacerdotes portugueses que pronto serían conspiradores de la Revolución de los Claveles de 1974.
Poco después comenzó ya a desplegar sus enormes conocimientos en la prensa, plasmados en miles de artículos y columnas de tema cinematográfico y cultural. Después llegaría la radio, la televisión y su arduo trabajo en el Cineclub de la UNED, en una labor de difusión cultural impresionante y siempre desinteresada, apoyada en una ingente labor de análisis e investigación cinematográfica, complementada con una buena agenda de contactos conseguida en las visitas efectuadas a festivales, cursos y encuentros cinematográficos. Un trabajo, en suma, siempre discreto y eficaz, pero efectivo e importante, muy acorde con su carácter, discreto y afable, como el de los buenos actores secundarios, que evitan el primer plano, pero son imprescindibles para una buena película; quién podría imaginar “Casablanca” (1942) sin Claude Rains interpretando al capitán Renault o “Con la muerte en los talones” (1959) sin Jessie Royce Landis, la irónica madre del perseguido Roger Thornhill, encarnado por Cary Grant.
Pero, si esencial es la labor de los críticos para analizar y entender el cine y su evolución, en esa sala oscura que nos atrapa a los cinéfilos, los auténticos, magos, los demiurgos que dirigen la proyección de los sueños, los verdaderos maestros de ceremonias del ritual cinematográfico son los operadores de cabina como José Antonio Silva Gómez, el otro galardonado en la emotiva e inolvidable gala de inauguración del XXV Certamen de Cortos de Soria.
Son estos unos profesionales especialmente entrañables para quien esto escribe, ya antes de ver “Cinema Paradiso”, en gran medida por experiencia familiar, puesto que mi tío abuelo Jesús lo fue durante mucho tiempo en el Cine Proyecciones inaugurado en 1935 e instalado en las antiguas caballerizas del palacio de los condes de Gómara y que había abierto como Palace Cinema en 1923. También, con menor asiduidad, del Cine Ideal, una sala más lujosa y dotada de platea a la que se accedía por la calle El Collado, no lejos del Casino, inaugurada en 1928 y que fue la primera que trajo el cine sonoro a la ciudad.
Idéntico oficio desempeñó, completando al principal de relojero, mi recordado tío Cele, al que yo gustaba de acompañar por los laberínticos accesos, casi dignos de una de “Indiana Jones” a la cabina del nuevo Cine Avenida -el que sustituyó hasta 2006 al magnífico de 1160 butacas inaugurado en 1943 y alevosa y cruelmente derribado en 1975- y, en aquel pequeño cuarto oscuro, contemplaba con curiosidad juvenil, antes de incorporarme a la verde sala con una chocolatina a ver “Resplandor en la oscuridad” (1992) o “Bugsy” (1991), el laborioso proceso de montaje, y a veces restauración, de las películas a partir de los rollos guardados en latas de chapa que muchas veces no llegaban a tiempo de sus azarosos viajes en autobuses de línea, añadiendo un toque de suspense Hitchcockiano al trabajo de operador, cuando, en ocasiones, la película quedaba montada, poco antes de la llegada de los primeros espectadores a la sala.
Muchas experiencias parecidas, que cuenta con gracia y apasionamiento, posee José Antonio Silva, que se ha dedicado a ejercer esa magia del operador de cabina desde su adolescencia hasta su jubilación en diciembre de 2022.
Nada menos que cincuenta años y más de 8.000 películas proyectadas. Toda una experiencia vital y cinematográfica que atesora con cariño y buena memoria, desde las películas de celuloide a las de poliéster, pasando desde el primigenio Cine Lara de la avenida de Valladolid, al Avenida y el Rex, su sala favorita, en la que consiguió crear en la cabina de proyección un espacio único de trabajo con miles de recortes de revistas y carteles cinematográficos, un gran impacto visual que encandilaba a cualquier cinéfilo, que siempre era bien recibido en la cabina, hasta los nuevos Lara del centro comercial de Camaretas, en las que fue partícipe de la digitalización de las salas y de la irrupción del 3D, con una mezcla de nostalgia y de emoción y curiosidad por el futuro, casi como uno de los personajes de la cinta de Pan Nalin, “La última película” (2021), una maravilla del cine hindú que narra con maestría el tránsito del cine analógico al digital.
Tiempos cambiantes pero siempre el mismo buen trabajo hecho con ilusión, y cariño, con conocimiento del cine y del público, lo que le permitió a José Antonio Silva, en inevitable confluencia con Julián de la Llana, al que le une una gran amistad, colaborar en el ilusionante parto y en la evolución del Certamen de Cortos, una criatura que ha ido creciendo en empaque e importancia al tiempo que nosotros madurábamos como espectadores, o alumbrar aquellas proyecciones inolvidables que fueron los magníficos ciclos de cine de verano del Rex, que aliviaban el calor estival con buen cine, como hacía para sus paisanos el Alfredo de “Cinema Paradiso”, un personaje de ficción en el que Giuseppe Tornatore pareció inspirarse en José Antonio.
De parte de todos los Totòs sorianos que tanto hemos disfrutado y aprendido de vosotros:
Muchas gracias, Julián
Muchas gracias, José Antonio