Postal navideña
Mil veces mil, un millón. ¿Cuántas veces se habrá fotografiado el espacio y la ermita que centra la imagen? ¿En qué ocasiones, con qué disposición? ¿Se tomó para usarla como cubierta de caja de galletas, de mantequilla, de cerillas o como ilustración para un artículo de prensa o para el capítulo de un libro? Mejor aún, ¿cuántas fue dibujo, trazo o mancha intencionada de un pintor y cuántas, captura afortunada de un excursionista incrédulo? ¿Pudo alguien pasar delante sin llevarse tal gracia en su retina?
El soriano más discreto, más tímido, menos resoluto, cargado ahora con esos artilugios de telefonía y caja de retratar incorporada, contestará fácil a lo último, ¡nadie!, y echará mano a sus años de pupitre para cantar con don Antonio aquello de “mil veces ciento, cien mil; mil veces mil, un millón”, y responder así a la primera cuestión. Y de seguido, y sin poder pararlo, enumerará las ocasiones en que él mismo, con la werlisa color que le regalaron por la Comunión, sacó una y otra vez la ermita de San Saturio y, contraviniendo el orden cronológico de la industria, alguna hubo que tomó quedando retratado el legendario “puente de los soldados”.
Le vendrán a la cabeza calendarios, programas de fiestas, postales, incluso recitará de memoria, porque la nieve que cubre nuestra foto se lo recuerda, aquel pasaje del quincenal de Juan Antonio, aquel en que confesaba que “solo por ver nevar, nevar sobre el Duero, […] valía la pena haber llegado a vivir en este rincón del mundo”. Y en una ecuación atemporal, como si los conociera de toda la vida, mencionará a Don Pascual [Pascual Pérez Rioja, “director, redactor, propietario, pega fajas del Noticiero de Soria y dueño de esta casa”, como él mismo se presentó ante Adolfo Schulten cuando éste visitó su tertulia del Collado 42 allá por 1905] y a su hijo Aurelio [Aurelio Pérez-Rioja de Pablo, fotógrafo, poeta, y muchas otras cosas más] que, al decir de Tomás Pérez Frías, pusieron en circulación, en 1908, una serie de 30 postales, impresas en Nancy (Francia), en el establecimiento de los señores Bergeret, Humblot y Helminger, en tamaño 9 x 14 cm, con temática soriana, la primera de las cuales refería “Ermita de San Saturio, Patrón de Soria” y la novena, justo la contraria en una visualización real del entorno del lugar, “Camino de San Saturio y Fábrica de harinas”.
Aquella imagen del santo Patrón, su ermita y su paisaje, se multiplicó por mil, y estos miles por infinidad de ojos, ojos tan excelsos y tan preclaros como los de Mariano Granados o Samuel Oteo que, unos años después, en el mismo periódico patrocinador de la idea [Noticiero de Soria, 10 de octubre de 1920 el primero, 2 de octubre de 1933 el segundo] reprodujeron aquella misma placa.
Oteo ni siquiera le otorgó autoría, centrado como estaba en trazar la historia “sagrada” del celebrado Anacoreta; pero Granados Aguirre, más cercano al momento de la edición de la hermosa fotografía, sumergió a esta, a su autor y a su contenido en un no menos hermoso artículo que tituló “El remanso”, y en el que escribió sobre la placidez [de ese] rincón provinciano, junto a la masa corriente del Duero, entre los ganados que en una paz de égloga pastaban los álamos que “tienen en sus cortezas grabadas iniciales que son nombres de enamorados, cifras que son fecha”, acordándose también de la “voz inolvidable” de Machado. Mariano Casto Guillermo Granados y Aguirre, emocionado por la Naturaleza que siempre tuvo en su cabeza, incluso en el penal de su exilio mexicano, no olvidó la veneración a San Saturio y menos aún al Autor de aquella obra, capaz de recoger, en cristal, en película o en papel, todas las verdades esenciales que ese lugar, tan nuestro, guarda en su fondo.
Mas la imagen que hoy se trae a este faldón con ser la misma, es distinta. Le separan casi cincuenta años de la hasta ahora tratada; una ligera capa de nieve cubre su superficie y sobre ella juegan cuatro adolescentes [¿los hijos del artista?] al popular deporte de “tirar bolas”, lo cual propicia ese toque de “postal navideña” que se le da en el titular; y aunque su autor [Antonio Latorre Calvo] resulta tan soriano como los hasta ahora citados, no hubo de recurrir a la poesía, ni a la invención novelística, ni a la casualidad o al azar para atrapar la impresión que la misma atesora y que de inmediato transmite, pues quiso la Fortuna, dichosa suerte, que viniera al mundo, y viviera sus primeros años, en una casa vecinal situada al otro lado de la ermita, en el Molino de Abajo, casi en el complejo harinero [“Flora de Numancia”, hacia 1867] y fábrica de luz [“Eléctrica Flor de Numancia”, en 1900] de la familia Vicén.
Los Vicén, en favor de su empresa y de sus trabajadores, construyeron junto a la misma una barriada de viviendas, y aquellos tuvieron así casa y luz gratis, y escuela, y maestro que atendía a los pequeños. A Antonio, padre de los admirados Jesús María, José Ignacio, Emilia y Pedro Antonio, no le llegó esa última gracia, pero sí la dicha, como se dice, de merodear de forma permanente por el Duero, San Saturio y el Soto Vicén, de donde tal vez le vino aquel espíritu aventurero que le llevó a acometer una intensa excursión por el río, junto a sus hijos, dando paso después a uno de los libros más singulares de la escasa bibliografía de viajes con que cuenta Soria [el libro, por entregas, lo publicó Pedro Latorre Macarrón en Revista de Soria, entre primavera de 2015 y otoño de 2017, con el mismo título que empleó su padre, “Camping en el Alto Duero. Años 50”] y, desde luego, y no es poca cosa, a captar la magia del lugar con esta encantadora fotografía.
Es verdad que lámina tan bella no pierde su solemne humildad al no perder su indudable uso familiar; que podría formar parte del grupo que los teóricos de la materia llaman “fotografía cándida”. Y hemos de suponer que no fue una toma aislada, que el carácter incompleto del paisaje retratado le invitó a otra, y luego a otra más; por eso Pedro Antonio nos remitió al poco la fotografía que su padre tomó del que fue su barrio y, durante tanto tiempo, el entorno paralelo y real del camino a la ermita. Esa historia nos la han contado recientemente, con sus fotografías y juicios, María Jesús Arlegui y Tomás Pérez; y es tan universal que por ella transitaron con sus placas de palabras icónicas, antes o al tiempo que nuestros fotógrafos, los poetas Bécquer, Machado, Diego, Dámaso Santos, Ángela Figuera, Dionisio Ridruejo, Julio Garcés, Concha de Marco…, y los prosistas Juan A. Gaya Nuño y Emilio Ruiz, a cuyo “campesino en su sexmo” habría que volver más a menudo.
No hace muchos años, algunos de los citados [de forma directa o a través del uso de su poética] salvaron este entorno, y lo imaginado a su alrededor, de una vía de circunvalación; y hoy, su herencia literaria y tantas y tantas imágenes como la que aquí se muestra, han de ser un numero de postales, superior o igual al de sorianos que por el mundo hay, que dejen leer tras sí un hermoso mensaje de paz, de felicidad y de rotundo rechazo a la construcción de una obra, por pequeña que sea, que altere la memoria emocional de cuantos por aquí pasearon, pasean o pasearán.