El laberinto de Hong Kong
La solución dialogada es complicada por las quiméricas pretensiones de los antigubernamentales y la parálisis de Pekín
Ni Hong Kong ni Pekín habían intuido el tsunami. Las fuerzas pandemocráticas borraron a las oficialistas de los consejos de distrito en unas elecciones municipales entendidas como un plebiscito a la gestión del gobierno de la crisis. El recuento concluyó al alba con 388 asientos para los primeros y 59 para los segundos en un vuelco radical del tradicional equilibrio de fuerzas en la excolonia. Supone una victoria moral sin efectos políticos a corto plazo, pero marcan la senda hacia las legislativas del próximo año y les otorgan unos votos valiosos para la elección del jefe ejecutivo.
Las elecciones colocaron a Hong Kong ante el espejo tras meses de conjeturas. El voto popular, resuelto con un 57% frente al 41 %, arruina los relatos de ambos bandos: no existe esa mayoría silenciosa que esperaba a las urnas para gritar su hartazgo contra el caos ni es Hong Kong “un solo pueblo” levantado contra la opresión. Esa brecha social creciente, que ha roto en los últimos meses en choques virulentos en las calles, amenaza la paz social más que las litúrgicas zurras entre manifestantes y policías.
ESTRATEGIA FALLIDA
Los resultados también certifican el fracaso de la serena estrategia de Pekín. Se ha cargado de paciencia confuciana durante meses en los peores disturbios sociales que sufre el país desde Tiananmén, delegando la gestión del problema al inepto gobierno local y esperando a que el cansancio, la pérdida del apoyo social o el inicio del curso escolar enviara a casa a los manifestantes. La receta que extinguió cinco años atrás con la 'Revuelta de los Paraguas' está agotada.
Su reacción sugiere la sorpresa por la derrota. Desde el Ministerio del Exterior se ha subrayado que Hong Kong forma parte de China y otras obviedades. En la prensa oficial se adivinan las crónicas precocinadas que el recuento de votos envió a la papelera y hoy se ha ventilado el trámite pidiendo un análisis racional de los resultados y recordando que en las elecciones no siempre se gana.
Más delicada era la situación para Carrie Lam, la jefa ejecutiva, horas después de que las urnas desmintieran su discurso sobre la mayoría silenciosa. Ha dicho que el Gobierno escuchará “con humildad” al pueblo y reflexionará “con seriedad”, pero lo que diga Lam es irrelevante. Los manifestantes han despreciado sus disculpas e invitaciones al diálogo mientras los suyos la culpan de incendiar la excolonia con aquella Ley de Extradición. El mensaje de la urnas fue claro: Hong Kong consideró más urgente abofetearla que condenar unas protestas instaladas en la violencia y el vandalismo, con un inquietante elemento xenófobo y que han hundido a la economía en la recesión.
CINCO DEMANDAS
El conflicto requiere diálogo, dicta el libreto. Los problemas arrecian siempre con el objeto del diálogo y el talante de ambas partes. Los activistas se han instalado en las “cinco demandas, ni una menos”, que Lam ha repetido que no discutirá mientras no renuncien a la violencia. Los antigubernamentales sólo han logrado la suspensión de la Ley de Extradición, pero no es improbable que Pekín les conceda con gusto el adiós de Lam y algunos gerifaltes ya se plantean que un órgano internacional examine la actuación de la policía. No es una cuestión menor si atendemos a que no ha matado a nadie en seis meses de protestas cuando en otros disturbios del mundo se amontonan los cadáveres y que la medida sería interpretada como una traición por un cuerpo exhausto. Esas cesiones son verosímiles a pesar de la comprensible reticencia de Hong Kong y Pekín a premiar el vandalismo. Pero la línea roja empieza ahí: la liberación de los detenidos supondría un arrodillamiento que ningún gobierno podría asumir y lograr el sufragio universal de Pekín es quimérico.
Así que no hay entendimiento ni se le espera. El bando autocalificado de democrático no ha presentado reclamaciones posibilistas y sigue abonado a la estrategia de “cuanto peor, mejor”, con la irresponsable glorificación de la violencia y el vandalismo y sin condenar ni siquiera las atroces y cotidianas agresiones contra vecinos que piensan diferente o contra chinos del interior. Y en la otra esquina, la solución de Pekín pasa por acentuar el patriotismo en las escuelas y exigir a los gobiernos extranjeros que saquen los pies de sus asuntos internos sin atender al sedimentado malestar que catalizó las protestas.
PRAGMATISMO ENTERRADO
La prensa china se agarraba hoy a la hemeroteca. En el 2003 se encadenaron las protestas contra una reforma legal sobre la Seguridad Nacional y los partidos oficialistas sufrieron un descalabro similar. Dos años después, con ese capítulo olvidado, recuperaron el favor del votante. Será más difícil esta vez. Las nuevas generaciones han enterrado el pragmatismo de sus padres y desconfían sin remedio de China. El largo plazo es delicado y las próximas semanas serán tumultuosas, con la más que probable interpretación de los radicales de que han recibido de las urnas la legitimación democrática para cualquier tropelía. “Cinco demandas, ni una menos”, insistían.