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José María Martínez Laseca

Por amor al arte

SOBRE VIVIR

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En realidad su nombre de pila era el de René Alphonse van den Berghe, aunque sería por su apodo, Erik el Belga, por el que se le identificaría mundialmente. Había nacido en Nivelles, Bélgica, en 1940. Fue uno de los más prolíficos ladrones de arte de Europa durante el pasado siglo XX. Y, recientemente, el oleaje de la marea informativa nos lo ha devuelto a la orilla de la actualidad. A causa de su muerte, este pasado 19 de junio en un hospital de Málaga, la ciudad donde residía desde hace algún tiempo. Contaba 81 años de edad. A mí me llamó la atención la noticia por varios motivos. El primero porque yo ya le daba por muerto, toda vez que permanecía en ese olvido que ocasiona lo ordinario de lo cotidiano. El segundo, puesto que su alias ya formaba parte del mito o la leyenda propia del pasado. Algo a lo que, sin duda, los sorianos contribuimos de una manera especial como les voy en contar aquí.

La vida de René Alphonse van den Berghe es la demostración de que la realidad supera a la ficción. Por sus orígenes familiares, nada hacía presagiar que el pequeño René fuera a convertirse en un reputado ladrón. Así como su abuelo le transmitió el amor por el arte románico y el gótico, su madre lo introdujo en el mundo de la pintura, y su padre también le enseñó los secretos del bosque, las armas y los libros antiguos. Sin embargo, el enrarecido ambiente tras la segunda guerra mundial resultó el caldo de cultivo perfecto para aprender las artes del contrabando. Y su mismo carácter le dio el ansia por el conocimiento y la lógica necesaria para justificar su querencia por las piezas de arte sacro: “soy católico –decía– y la Iglesia es de todos los católicos, luego lo que es de la Iglesia también es mío”.

De este modo, Erik el Belga pronto encontraría en España, tan despreocupada de lo suyo, el paraíso soñado para sus correrías de receptación de obras de arte. La inmensa riqueza patrimonial de las nueve provincias de Castilla y León, a lo que se añadía la dispersión y la tremenda despoblación de sus núcleos rurales favorecieron, en primera instancia, sus robos. Y otras regiones de similares características como Aragón, Navarra y comarcas de La Rioja y de Cataluña, padecerían, así mismo, los expolios de este peculiar ladrón. Algunos fueron muy sonados. Para ello se servía del apoyo de bandas locales. Todos respondían a encargos hechos, porque para que alguien se llevara estas piezas únicas tenía que haber una persona dispuesta a comprarlas.

El caso es que a algún caprichoso ricachón se le antojó el códice del Comentario al Apocalipsis de Beato de Liébana, manuscrito iluminado fechado en 1086, una suerte de mapamundi. En sus miniaturas, entreveradas de realidad y fantasía, se puede ver el paraíso cruzado por cuatro ríos: el Tigris, el Éufrates, el Fisón y el Geón. También muestra territorios sólo reconocibles por los nombres, Galicia, España, Roma, Asia, y una región ignota en la que nace el sol y donde luce con tal fuerza que su habitante, el patagón, se da sombra con un enorme pie en alto. Una verdadera joya conservada en el Archivo Histórico Diocesano de la Catedral de El Burgo de Osma. Y se lo reclamó a Erik el Belga que puso manos a la obra.

En su meditado plan, un italiano, miembro de la banda, se personó en la catedral como si fuera un turista más. Corría el año de gracia de 1966 y el día era invernal. El

canónigo Tomás Leal Duque, en su cometido de guía, le fue mostrando al extranjero todos los tesoros guardados, incluido el Beato. Y por caerle este simpático, concluida la visita, don Tomás le invitó a vino y unas pastas en la bodega de su casa. Tras concluir la velada, el visitante se dirigió a una taberna de la villa y, por influencia del vino, largó demasiado a su interlocutor que no era otro que un guardia civil de paisano. Conducido el italiano al cuartelillo confesó sus intenciones para robar esa noche.

Así que, bajo estrecha vigilancia, a la hora convenida el italiano abrió la puerta de acceso a la catedral, pero en lugar de hacer pasar a sus compinches les avisó de la encerrona y estos salieron huyendo. No obstante, la Guardia civil consiguió detenerlos a la altura de San Esteban de Gormaz.

El saqueador Erik el Belga, con más de 600 golpes efectuados en toda Europa a sus espaldas, salió de la cárcel para volver a ella de nuevo tras ser condenado. En una ocasión hasta se fugó. Y, finalmente, en los años 80, llegó a un acuerdo con las autoridades para obtener su libertad provisional a cambio de colaborar en la recuperación de las obras de arte robadas. Treinta y cinco meses después y 1500 piezas devueltas, abandonó la prisión.

Toda su trayectoria está contada en sus memorias, publicadas por la editorial Planeta en 2012 bajo el significativo título: “Por amor al arte”. No tienen el menor desperdicio. Insiste Erik el Belga en el libro en que en España fue más lo que compró que lo que robó. “Es que era mucho más barato comprar las piezas que robarlas. Los precios eran muy bajos y ya nadie denunciaba”. Por desgracia, no le faltaba razón. Ya que había sacerdotes implicados en el negocio.