UNA FOTO POR OTRA
A San Baudelio en Rolls Royce
¿Quién, con el colegio, el instituto, por libre o por iniciativa de una asociación de amigos o de una sociedad de excursionistas, no ha viajado en automóvil a Casillas de Berlanga para ver, in situ, la “capilla sixtina” o la “altamira” del románico hispano? Sin embargo, difícil es que lo hiciera en 1919, en un coche de alta gama como aquel, y en compañía de un duque, de un marqués y de un senador del Reino que además era catedrático de Historia del Arte
No, en la fotografía que hoy nos ilustra, como tantas veces cedida por Tomás Pérez Frías, no hay más vehículo que ocho o diez semovientes cabritas –si es que su bravío natural permitiera su monta–, que pastan entre las rocas. Lo hacen al desdén o en completa indiferencia del extraño grupo que posa, al igual que otros habrían hecho antes y muchos más harán con posterioridad, al frente del roquedo y del inhiesto castillo que sobre el nace. La foto nos la envió el amigo-coleccionista hace unos días por teléfono, y la recibimos, casualidad de casualidades, cuando el autobús que nos llevaba a Madrid acababa de dejarnos ver a través de sus ventanillas el remozado castillo de Torija. No dudamos ni un segundo en identificar al insigne profesor Elías Tormo Monzó rodeado de otros colegas y de excelsos alumnos de la Universidad, de la Residencia de Estudiantes y del Centro de Estudios Históricos. Ni de la procedencia del documento, tan relacionado con otros que Celia Borobia salvó del camión de la basura y, por amor a su “señorita” querida, nos regaló tiempo ha para que con ellos hiciéramos lo que nos viniera en gana. Pero el castillo delante del cual se había retratado tanta sabiduría, nos alentaba dudas enormes. El fiel amigo nos wasapeó que Torija no, que era el de Caracena, a lo que, sin mucha convicción, respondimos que tampoco parecía. La conversación indagatoria siguió días después, ya en Soria, en la “plaza roja”, al pie del edificio descolorido de Ramón Martiarena; y surgió entonces una nueva localización: Magaña, castillo de Magaña. Las imágenes que nos servía Google tan pronto nos acercaban como nos alejaban de la real identificación, de ahí que buscáramos la asesoría de la inteligencia humana; y al poco, casi tan veloz como internet y en total ajuste con éste, Ángel Lorenzo [otro insigne estudioso soriano digno de una cita] nos libró de tan existencial duda: se trata del castillo de Alarcón, en Cuenca.
Todas estas disquisiciones surgieron ante el papel fotográfico porque la original propietaria [Francisca Ruiz Pedroviejo, o Luz Navarro Mayor o, quizás, otra estudiante soriana aún desconocida] no tuvo el cuidado, o la necesidad, de indicar al dorso cuál era el castillo que quedaba a la espalda del grupo, a qué pueblo pertenecían esos arrapiezos espontáneos –con boina y alpargatas atadas a las piernas–, ni quiénes eran los compañeros y profesores que le acompañaban; tampoco registró la socorrida fecha del evento. El uso y disfrute del “tesoro” de Francisca [véase los trabajos biográficos editados en los números 76 y 79 de ´Revista de Soria´] ayudó a descubrir imágenes juveniles de ella misma, de colegas como Alonso Zamora Vicente, de sus íntimas amigas María Braña, Carmen García de Diego, Conchita López Morales o Concepción Fernández-Chicarro, de sus célebres profesores, que ya lo eran, tal que el venerable y Elías Tormo o el no menos honorable Manuel Gómez-Moreno, así como los que ya andaban por el camino de la distinción: Antonio García y Bellido, Emilio Camps Cazorla y Enrique Lafuente Ferrari. Las indagaciones para esos trabajos y para la propia biografía de Blas Taracena nos puso en antecedentes del Crucero Universitario por el Mediterráneo [192 pasajeros, entre estudiantes, catedráticos, profesores, directores de museos y arqueólogos, que se embarcaron y viajaron en el ´Ciudad de Cádiz´ durante 45 días de los meses de junio y julio de 1933, con el noble fin de que unos y otros descubrieran los lugares donde se originó la cultura occidental]; y antes, y después, en una clara epistemología extraída de la mismísima Institución Libre de Enseñanza y de la especial disposición del profesor Tormo para la excursión didáctica, de otros viajes menores, en tren o en el autobús que para ello adquirió la Universidad Complutense, a Mérida, en febrero de 1934, con el propósito de homenajear a José Ramón Mélida que apenas seis semanas atrás había fallecido; a Sevilla y Córdoba, en enero de 1935; y a Cuenca, en abril de este último año, seguramente el momento en que visitaron el señorío de Villena y se tomó la placa que nos ocupa. Por estas razones, y sobre todo por la excelente colección de fotografías de Paquita Ruiz en que jóvenes estudiantes como ella cubrían el mayor número de plazas en los grupos de estudio, llegamos a pensar que este artículo de hoy debía versar sobre la gracia de aquellas, pues resultaba paralela y semejante a la que, en 2015 y en un documental para TVE, Tania Balló, Serrana Torres y Manuel Jiménez, atribuyeron a las mujeres de la Generación del 27, aquellas a las que bautizaron con el título de “Las sinsombrero”.
Sí, a las doce mujeres de la fotografía bien se les podría asignar similar talento, igual grado de autonomía, y el mismo afán por alcanzar una formación intelectual que las sacase del camino unilateral de hijas, esposas y madres ejemplares. Y vivo ejemplo de ello fueron los logros de la propia Francisca, o los que conferir a Carmen García, hija del visontino Vicente García de Diego, esposa del catedrático de Arqueología Antonio García y Bellido y, por ella misma, la primera mujer licenciada en Filología Clásica en España [1934] y, más tarde, junto a su padre, autora del ´Diccionario Etimológico Español e Hispánico´ [1954-1984-1989].
Sin embargo, visto el rostro de un Elías Tormo a punto de jubilarse rodeado de alumnas y jóvenes colegas pronto tan notables como él a la luz de aquella fortaleza árabe-cristiana, imaginamos cómo habría sido, de existir, la fotografía que hubiera retratado al duque de Alba, al marqués de Santa Cruz y al vicepresidente del Senado, el cronista Tormo, delante del flamante Rolls y de una inimaginable, en aquellos instantes, ermita de San Baudelio. Y es que, el martes 15 de julio de 1919, los tres amigos del Arte, a bordo del aquel “artilugio crepitante” propiedad de Mariano de Silva y Carvajal, recorrieron los 360 kilómetros que por entonces separaban a la puerta del Sol de Casillas, alentados por lo que poco más de diez años antes habían escrito Manuel Aníbal Álvarez y José Ramón Mélida de su olvidadísima ermita, de su construcción arquitectónica única en el mundo y de sus pinturas murales, primas hermanas de las catalanas, de las que cubrían el panteón de los Reyes de San Isidoro de León y de las del Cristo de la Luz, en Toledo. Ya en los vallejos de la tierra de Soria, lograda la llave de la ermita y, con ella, “la compañía del simpático maestro de escuela Pablo Moreno Jodra”, los viajeros se extasiaron tanto ante “la originalísima e intacta arquitectura” y tanto más ante aquellas pinturas devotas y profanas tan “únicas”, que se juramentaron dar cuenta a los poderes públicos de sus necesidades. Luego, Tormo trasladó sus apuntes al diario madrileño La Época [en dos artículos publicados el viernes 25 de julio y el sábado 2 de agosto], mientras en Soria, Pascual Pérez-Rioja, los reprodujo en su Noticiero por aquellos mismos días. Y dígase, por último, que en ellos quedó, a falta de un testimonio gráfico, una sugerente descripción y la recomendación eterna a su visita.