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Editorial

El escándalo de Belorado hunde sus raíces en los males preconciliares

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El nefasto espectáculo que está ofreciendo la Iglesia como institución a cuenta de un grupo de monjas abducidas por un impostor que se hace llamar obispo tiene sus raíces en muchos de los males de la institución que ahora pastorea el palentino arzobispo de Valladolid, Luis Argüello, que como su predecesor en la plaza pucelana sigue bregando contra molinos que son gigantes dentro de la casa. Gigantes que se resisten a evolucionar y avanzar con los tiempos. Y no en materia de fe, pero sí en materia de transparencia hacia la sociedad a la que sirve la Iglesia.

El obispo de Burgos, Mario Iceta, se ha encontrado con un conflicto de dimensiones, si no bíblicas, sí cósmicas, a la vista de cómo corre el escándalo por internet, las redes sociales, televisiones y resto de medios de comunicación. La rebeldía de las monjas era un asunto que venía germinando después de permitir, por inacción, que los impostores, el obispo excomulgado y su cura barman, se fueran adueñando de las posesiones de Belorado, que es lo que realmente está en cuestión. No es un asunto de fe, única materia en la que es infalible el Santo Padre, es un asunto material y mundano. Los billetes que reporta la venta de un inmueble con los que el excomulgado Pablo Rojas pueda seguir viviendo no como un cura, pero sí como un marqués, bien atendido por sirvientes disfrazados de otra época, anterior al Concilio Vaticano II, esa que tanto añora el falso prelado, en la que a los purpurados les gustaban más los siervos que los fieles.

Al obispo de Burgos le ha cogido el toro por esa manía que sigue perviviendo en la iglesia de esconder la realidad, como si fueran los tiempos anteriores a Pío XII, donde lo que no se sabía no existía. Y así le ha atropellado el escándalo. Porque ahora, en los tiempos de la libertad, la información no se embalsa, como el agua. Fluye libre y briosa. Receta que también debería servir para esa política todavía apolillada de algunas instituciones, de uno y otro signo, que creen que la verdad se puede esconder eternamente.

Así ocurrió con la pederastia, ese escándalo que no cesa por tantos años de encubrimiento, que es el único pecado que no debería ser perdonado dentro de la Iglesia. El encubrimiento, que es la forma jurídica e inmoral de sortear la transparencia, está detrás de muchos de los males de la Iglesia y de la política. Nada hay más sano, democrático y decente que abrir las ventanas y corra el aire fresco y la información vea la luz. Y ese será el pecado en el que siga llevando la penitencia la Iglesia mientras los molinos se resistan a la regeneración a la que aspira Argüello y algunos, pocos, muy pocos, como Argüello.