El ‘cáncer de mamá’
Mi abuela temía al 15 de diciembre. «Guárdate de esa fecha, filliña», solía decirme como un mal augurio de un día que, tras un rosario de tragedias ocurridas coincidiendo con esa efeméride, sería la que finalmente eligiera para dejar este mundo.
El 15 de diciembre de 2006 me diagnosticaron un Cáncer de Mama. Me quedaban 17 días para cumplir los 33, tenía un hijo de 5, un divorcio reciente y un contrato indefinido recién firmado en uno de los mayores grupos de comunicación del país.
Recuerdo aquella frase como si el doctor Cuezva me la pronunciara cada día por primera vez: «Tienes cáncer». Nunca había pensado que dos puñeteras palabras pudieran darle la vuelta a la vida como si se tratara de un calcetín.
Así empecé a formar parte del ‘Club de la teta rota’, como diría años después mi directora de tesis Carmen Agustín. Por aquel entonces, el hospital Santa Bárbara era un referente en el diagnóstico de cáncer. Me imagino que lo seguirá siendo ahora. Los acontecimientos se habían sucedido de forma vertiginosa en las dos semanas anteriores. El bulto que encendió todas las alarmas, la consulta con el médico de cabecera, la Unidad de Mama, mamografía, ecografía, biopsia y aquel diagnóstico en la consulta de cirugía pronunciado con total solemnidad ante el rostro atónito de mi madre mientras la enfermera cerraba su mano contra mi hombro.
En los meses posteriores comprendí que aquel momento, el del diagnóstico, es uno de los más duros de la enfermedad. A lo largo de los años se lo cuestionado a muchas otras mujeres que lo han padecido. Todas lo recuerdan con total claridad. Tienes cáncer, tú cáncer, tu tumor, tu enfermedad, tu tratamiento…Aquel día, solo ante Mónica, la sicóloga de la AECC me atreví horas después a verbalizar la Pregunta, así con mayúsculas, «¿voy a morir?»
Pero hoy en día es muy baja la tasa de mortalidad por Cáncer de Mama. Aun así, con las estadísticas en la mano y un tumor con nombre y apellidos, cuesta mucho ponerse ante un espejo y verbalizar aquello de «tengo cáncer». Me costó a mí y le costó a mi familia. Porque esa es la otra dimensión de la enfermedad, la de los que la sufren a tu lado.
Como periodista, necesitaba información, así que acudí de nuevo a la AECC, bendita asociación, en busca de mujeres que estuvieran pasando por lo mismo. En pocos días, habían organizado una tertulia de voluntarias en la antigua Cafetería Rex de Soria que fue determinante para asumir mi enfermedad.
Allí conocí a Esther, una enferma crónica de cáncer de mama metastásico que no dejaba de ironizar sobre su enfermedad. Conmocionada yo aún con mi diagnóstico, incluso le llegué a reprochar su actitud, a lo que me respondió con una frase que jamás voy a olvidar, «el día que supe que iba a morir, empecé a vivir».
Me operaron el día de Reyes en el hospital de Soria, la operación fue bien, me vine arriba y pensé que podía con todo. Llegado a este punto, me gustaría seguir narrando una historia digna de una guerrera épica que luchó a brazo partido contra la enfermedad y salió cual heroína victoriosa. Pero la realidad es que la quimio me tumbó al primer asalto. Derrota sin paliativos, así, a calzón quitado, con total sinceridad.
Durante el tratamiento, para mi muchachito de grandes ojos negros aquel siempre fue el ‘cáncer de mamá’. Para él tuve que inventar cuentos de cruentas batallas entre los ‘quimoterápicos’ y los ‘cancerosos’ que se libraban con tal virulencia que provocaban vómitos y hacían caer el pelo para tener una visión despejada del campo de batalla. Por supuesto, siempre ganaban los primeros, aunque lo cruento de los combates era tal que el descanso del guerrero dejaba a su madre en parihuelas durante días.
Cada tres semanas, tocaba nuevo ciclo de quimio, con lo que entraban soldados de refresco que reanudaban los combates hasta llegar a completar ocho épicas batallas en las que finalmente también tuvieron que intervenir los cascos azules en forma de inyecciones de defensas. Aun así, al final de la guerra la vitoria estaría asegurada, así que ese ‘cáncer de mamá’ era cuestión de tiempo que se batiera en retirada.
El proceso físico de la enfermedad se vio acompañado de todo un carrusel sicológico, la otra dimensión del cáncer. No cabe ninguna duda del arropo del entorno, aunque el miedo al cáncer provoca que no sepamos enfrentarnos a él. Es muy duro para un paciente oncológico ver el miedo en los ojos de quien te mira.
A veces, frases pronunciadas con la mejor de las intenciones frustran: ‘tienes que luchar’, ‘tú puedes, eres fuerte’ o ‘hazlo por tu hijo’, llegan en momentos de debilidad física y mental en los que ni puedes, ni eres fuerte, ni quieres luchar, ni siquiera por los más queridos.
En un proceso oncológico, el enfermo sufre un extraño efecto de exclusión social. La vida es como un viaje en tren. Un diagnóstico de cáncer supone un frenazo en seco del convoy que te deja apeada en el andén. A lo largo del proceso ves pasar el tren ante tus ojos con el único anhelo de volver a subir y seguir el camino de tu vida: «quiero volver a ser normal», me repetía. Y desde luego que se vuelve a serlo, aunque en ese momento no parezca posible.
Lo de la radioterapia no fue tan devastador como la quimio a pesar de los interminables viajes a Burgos. 38 idas y venidas en ambulancia que, hay que decirlo alto y claro, son inhumanas. Lo que se hace con los pacientes de cáncer de esta provincia no tiene nombre. La debilidad del momento y la baja autoestima nos convierte en pacientes sumisos incapaces de levantar la voz contra un sistema que abandona al débil. Me cuentan que ahora la zona del Moncayo acude a los hospitales de Zaragoza, acortando los recorridos y danto respuesta a una reclamación largamente demandada por los moncaínos,
Pero a pesar de todo, recuerdo con mucho cariño aquella pandilla de oncológicos que, durante semanas, fuimos compañeros de ambulancia. Mendiola, Julián, Miguela, Arsenio y tantos otros que, cada día, emprendíamos nuestro particular ‘turismo sanitario’ que nos unió de una manera increíble a pesar de tener diferentes edades.
Y así, casi un año después del diagnóstico, llegué al final de mi tratamiento, con la vuelta al trabajo, las revisiones semestrales y la medicación. Y se impuso el silencio. No sé por qué durante años no he querido hablar de aquello. No sé si por no querer recordar, por el miedo atroz a la recaída que se impone como una pesadilla durante años o por el temor a que me afectase a nivel laboral.
El caso es que dejé que todo pasara a un segundo plano y decidí olvidar hasta que mi compañero Miguel Mena me propuso romper el silencio. Quería hacer algo especial en el ‘A Vivir Aragón’ de la Cadena SER con motivo del Día del Cáncer de Mama y me propuso participar en una tertulia, «Mira Eva, he pensado que varias mujeres contaran su caso y quien mejor que las redactoras de la casa que habéis pasado por esto». El salto era bestial, de no hablar a hacerlo en un programa de ámbito regional.
Me lancé y conté mi historia, junto con Lucía y Pilar. Meses después, Miguel también dio otro salto al vacío al contar sus propios secretos en un diario de tirada nacional, ahí me di cuenta de que no podía haber escogido mejor compañero para romper mi silencio.
Así que ahora que no tengo miedo a hablar del cáncer, de mi cáncer, me he liberado. En 2019 fui a mi última revisión. Lo hice despistada, preocupada por asuntos de trabajo y con las prisas de volver a retomar algo que tenía entre manos. Creo que fue por eso por lo que no supe reaccionar cuando mi oncóloga pronunció las palabras con las que había soñado en los últimos 13 años, «tienes el alta». Menudo subidón.
Yo no lo planee, pero como muchas mujeres que lucharon, luchan y lucharán, he conseguido algo muy grande, superar un cáncer, mi ‘cáncer de mamá’.
Eva Sánchez Ballesteros es periodista.