SORIA DE AYER Y HOY
Santo y seña de los veranos sorianos
La travesía a nado de la Laguna Negra traspasó desde el primer momento la frontera de lo deportivo para convertirse en un acontecimiento cargado de un fuerte componente social
Puede que sea una licencia recurrente pero la cruda realidad nos dice que cada vez más se tiende a comparar la meteorología en general y especialmente la de los veranos de antaño con la de ahora, que por lo que se dice a diario parece diferir sustancialmente. No obstante, resulta de suyo complicado establecer diferencias por más que la percepción general sea esa. Pero de lo que no cabe la menor duda es que el día a día de la época estival sí que ha sufrido más que una transformación importante de cambios de hábitos. De tal manera que si en la actualidad la oferta de ocio es todo lo amplia que se quiera, antaño, en un contexto socioeconómico plagado de limitaciones, el tiempo libre, el entretenimiento y la diversión se entendían de manera muy diferente a como se interpretan en la actualidad.
No es la primera vez que se hace referencia a las veladas nocturnas, cuando verdaderamente se hacía vida de barrio, como a los paseos de la tarde en la Dehesa –en los calurosos días de verano más que en el Collado-, amenizados los jueves por los conciertos que ofrecía la Banda Municipal desde el mítico y desaparecido árbol de la música. Si es que no a los socorridos bailes diarios en el Mirador-Bar y más tarde en el Soto Playa, y por supuesto el baño diario en el Duero, siempre que las obligaciones laborales lo permitieran, porque piscinas no había, además del paseo en barca desde el puente de piedra hasta el Perejinal. Para el reducido y elitista grupo de la conocida como intelectualidad soriana quedaban otras actividades, y por encima de todas la “tertulia de la Dehesa”, así llamada por los contertulios, como puede constatarse a través de las sucesivas colaboraciones de sus integrantes publicadas en la revista Celtiberia de la época, que tenía lugar a diario en la terraza del orejas después de comer, a cuya cita acudía con rigurosa puntualidad aquel conjunto irrepetible de personajes que al ciudadano de a pie transmitían la impresión de vivir una realidad diferente. Los domingos y en general los días de fiesta lo más corriente era ir de campo, eso sí, sin alejarse demasiado de la ciudad (del Pantano ni se tenían noticias), y como mucho a parajes tan visitados aquellos años como Maltoso y La Sequilla, si es que no a alguna población cercana, con la garantía de pasar un buen día al aire libre aunque para ello hubiera que utilizar los servicios regulares de autobús y de tren que funcionaban en las jornadas festivas y tener que acomodarse a los horarios que tenían establecidos.
Sin embargo, aquellos veranos sorianos a los que hoy con más que probable seguridad les adjudicaríamos el calificativo cuando menos de tediosos se vieron enriquecidos con una nueva oferta que no tardó en convertirse en santo y seña de la época estival. El 17 de julio de 1952 nacía y se inscribía, como no podía ser menos, en el Registro del Gobierno Civil, el Centro Excursionista Soriano. Una asociación creada al margen del más puro oficialismo en la que no obstante cabían gentes de todas las tendencias, como de hecho así ocurrió con el presidente que firmó los primeros estatutos, el inspector médico de la Seguridad Social y destacado dirigente del sindicato vertical, el médico Ramón Villuendas Berzosa, o el vocal, el Inspector de Escuelas Antonio Sanz Polo, también un hombre del Movimiento Nacional.
El caso es que este grupo amante de la naturaleza y de la montaña comenzó a desplegar una actividad notable que tuvo en la travesía a nado de la Laguna Negra la primera gran proyección hacia el exterior. Pues en efecto, el 23 de agosto de 1953 –no tardó en pasar al primer domingo del mes, con alguna excepción para que no coincidiera con otra ya asentada y de prestigio en la sierra madrileña- se celebraba por vez primera esta competición hoy emblemática del deporte soriano que, para mayor satisfacción de sus promotores –Manuel Rodríguez Arcocha, José Luis Corral y Pedro María Ontoria- y, por supuesto, de la entidad, no tardaría en adquirir una dimensión entonces impensada que le llevó a sobrepasar los límites de una prueba deportiva más al uso, al margen de su singularidad, convirtiéndola en un acontecimiento extraordinario dotado de un fuerte componente social y por qué no en una de las referencias de los veranos sorianos. Es cierto que la prueba se desarrollaba, como ahora, en las cumbres de Urbión, pero la gran movida, si se está por utilizar la terminología moderna, tenía por escenario la ciudad. Pues en efecto, de la capital salían muy de mañana y a ella volvían ya bien entrada la noche los expedicionarios que se habían desplazado en autobuses. El programa no variaba. A las siete de la mañana del domingo había misa en san Francisco. A la salida, media hora después, se tomaban allí mismo los autocares hasta Santa Inés, desde donde, cuando todavía no había carretera, se subía por el cortafuegos conducidos por expertos en la montaña. La travesía era a las doce y media. Comida y salida de regreso de la Laguna alrededor de las seis de la tarde para tomar de nuevo las autobuses en Santa Inés y volver a Soria, a la que se llegaba alrededor de las nueve, después de una jornada que resultaba agotadora.