Heraldo-Diario de Soria

MUÑECAS

Arrojan al guarda a la torca de Fuencaliente

Dos vecinos de Guijosa idearon el artilugio con el que subieron el cadáver y nadie pagó por el crimen aunque hubo cuatro procesados

Imagen antigua de Muñecas.-HDS

Imagen antigua de Muñecas.-HDS

Publicado por
P. PÉREZ SOLER
Soria

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¿Qué pasó aquel 18 de agosto de 1908 para que el guarda de campos Antonio Puente Ortiz, de 68 años, acabara arrojado a la torca de Fuencaliente al día siguiente? Poco se llegó a saber del suceso pese a que fue uno de los crímenes más ‘sonados’ de Soria aquel año, en el que también corrió la sangre en Carrascosa de Abajo, Cihuela, Deza, Jaray, Rebollo, Serón, Renieblas. 

El caso hizo correr mucha tinta en los periódicos de la época y llegó a tener ciertas connotaciones novelescas. El cadáver del guarda fue sacado de la torca -una profunda sima en la que no se veía el fondo- un par de meses después del suceso gracias a dos osados vecinos de la zona y al artilugio que inventaron. Nadie pagó por el crimen pese a que en el banquillo se sentaron tres personas y una cuarta como encubridora. 

El guarda salió de su domicilio el 18 de agosto y nada se volvió a saber de él. La búsqueda, después de la denuncia formulada por su esposa al día siguiente, dio como resultado que el día 21 se encontraran huellas de sangre en un paraje cercano al camino de Guijosa: primero matas salpicadas, después sangre abundante señal de lucha y luego encharcada. El rastro se perdía hasta la torca, conocida por aquel entonces como La Jardinera. 

Mal lo tenían los investigadores de entonces y peor aún con una fuerte tormenta que cayó y terminó de borrar cualquier mancha de sangre. Pero no se dieron por vencidos: el gobernador civil, Rafael Serrano Lora, llegó a solicitar un reconocimiento de la sima de Fuencaliente, lindante con los términos de Guijosa, Nafría de Ucero, Valdegrulla y Fuentearmegil. Un agujero negro «impenetrable» en torno al cual circulaba -y aún hoy en día- más de una leyenda. 

El modo en que se rescató el cadáver del guarda es un capítulo aparte en esta crónica negra, con dos protagonistas con nombre propio: Saturnino Rupérez, secretario del Ayuntamiento de Santa María de las Hoyas, y Valentín Viñarás, el alguacil del pueblo. El primero dijo que él se atrevía a bajar a la torca; y el segundo se ofreció a acompañarle. Hay que sumar otro nombre, el de Mariano Alonso Antón, herrero de Santa María, y con experiencia en cuestiones de hierros: idearon un artilugio con el que poder bajar a las «entrañas de la tierra». 

Los ‘inventores’ consultaron al Cuerpo Facultativo de Obras Públicas y al Cuerpo de Ingenieros de Minas, que se desentendieron del tema, y al final lo idearon ellos: dos largas vigas en paralelo separadas lo justo para colocar en un extremo un torno en forma de carrete con eje de hierro sujetado a las vigas mediante unas cuerdas fuertes a las que ataron dos cestos, a los que se metieron los dos. 

El 29 de septiembre, sudando y en no buenas condiciones, Valentín y Saturnino izaron al guarda en medio de gran expectación popular: llegó público muchos pueblos de alrededor, incluyendo de Burgos. 

Hilaria, Hermenegilda y Matea, la viuda y las dos hijas del muerto, se encargaron de identificar los restos, lo que también hicieron los yernos. Fue enterrado al día siguiente en Santa María de las Hoyas después de la autopsia. 

Enemigos no le faltaban al guarda, tanto en Muñecas, como en Guijosa y alrededores por lo dicho: era guarda y denunciaba «sin miramientos» a quien infringía la ley, como cuenta el escritor José Vicente Frías Balsa, en su libro ‘Crímenes y Asesinatos en Soria’. 

En el banquillo de los acusados se sentaron Antonio Marina de Miguel, Pedro y Gonzalo Llorente Sebastián y Anacleto de la Iglesia Expósito, como encubridor. En un primer momento se detuvo a otras tres personas de Guijosa, a las que posteriormente se soltó. 

Antonio, Pedro y la víctima habían discutido el 18 de agosto por los daños causados en un sembrado de garbanzos que cuidaba el guarda, a quien al día siguiente fueron a buscar a Rioseco -a un kilómetro de Muñecas-, donde le agredieron y el llevaron en burro a la torca, donde le arrojaron. El animal era propiedad de Gonzalo, mientras que Anacleto se ocupó de la logística y auxiliando a los procesados ocultando los enseres del crimen. Así fue la exposición del fiscal, Felipe Gallo, que acusó a los tres primeros de homicidio con las agravantes de superioridad, nocturnidad y despoblado, y el cuarto de encubrimiento. 

Mariano Granados y Sotero Llorente se encargaron de la defensa de los procesados para quienes pidieron la libre absolución, con el argumento de que no habían sido y nada estaba probado al respecto. 

Antonio Marina, casado, de 29 años y labrador, testificó que el día del suceso estuvo trillando y luego asistió al funeral de un niño. Y Gonzalo y Pedro Llorente, de 36 y 54 años, negaron asimismo su participación en el crimen. Anacleto, natural de Madrid pero residente en Muñecas, negó acordarse que dijera saber quién había matado al guarda, lo que no le extrañaba porque con frecuencia se emborrachaba. 

La prueba testifical fue numerosa y, «en conjunto, favorable a los reos», según recoge la citada publicación. También las pruebas que hicieron los veterinarios al burro de Gonzalo resultaron infructuosas: le cargaron con un hombre a ver si se dirigía a la torca, pero no lo hizo. 

Y poco añadió el informe forense, a cargo de Federico Sánchez Martín, de Santa María; Alejandro Barrio, de Espeja, y Valentín Ramón Guisande: fracturas en la cabeza, los brazos, el pecho, el cuello y la columna, la mayoría antes de ser arrojado. El jurado estaba formado por vecinos de Valdemaluque, Ines, Recuerda, Velilla de San Esteban, El Burgo de Osma, Fuentearmegil, Boos, Atauta, Langa de Duero, Torremocha y Valdelubiel, que dieron un fallo de inculpabilidad. De nada sirvió la petición del fiscal para que se revisara el caso y los acusados quedaron libres. 

Mientras, las autoridades promovieron un expediente para que a Saturnino y Valentín se les concediera una Cruz de Beneficencia, a lo que el Consejo de Estado se negó porque no había legislación al respecto, aunque se les consideró dignos de obtener una recompensa.

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