Fue en el siglo XVIII. Dos vecinos de Orillares apedrean a una veintena de frailes mientras iban de paseo
El suceso está recogido en protocolos notariales de Alcubilla de Avellaneda del siglo XVIII y tuvo como protagonistas a monjes jerónimos
Celebró la iglesia católica de rito romano el día 26 y ayer la de rito bizantino la memoria litúrgica de San Esteban protomártir del cristianismo (“Hechos de los Apóstoles”, 6, 8-15 y 7,1-60), al que la iconografía representa como un joven revestido de dalmática, que recuerda su condición de diácono, portando la palma del martirio y rodeado de piedras con las que fue dilapidado. Santo venerado, también, en las iglesias ortodoxa y anglicana, de cuyo martirio fue testigo un joven fariseo, Saulo de Tarso, que, una vez convertido, resultó ser San Pablo, apóstol de las gentes.
Dada la oportunidad traemos a esta página dos de tantos episodios de la crónica negra que podríamos referir. Se trata de algunos de los acontecidos, en el siglo XVIII, en el lugar de Orillares, aldea de la villa de Espeja. Centuria abundante en pleitos en la orden de San Gerónimo y, como no podía ser menos, en su monasterio radicado en Guijosa, aldea de la expresada villa.
El caso es que el 8 de enero de 1775, domingo, salió la comunidad de frailes, por la tarde, a pasear por el sitio llamado la Hoz de Ocenillas y a distancia de un cuarto de legua, más o menos, dos personas comenzaron a “disparar piedras a tiro de honda” contra los monjes. Estos, “sin embargo del temor en que les puso tan desordenado acontecimiento” fueron hacia los agresores que “se pusieron a salvo por medio de la ocultación precipitada, habiendo llegado una piedra a tocar en la ropa de un religioso”. Habitaban el monasterio, ese año, al menos veinticuatro religiosos profesos de orden sacro, con voz activa y pasiva, y la mayor parte de los que componían la comunidad.
Deseando averiguar los autores del exceso y con el fin de proceder a su castigo a pedimiento de fray Francisco Espinosa, procurador del convento, se recibió información secreta en el juzgado de la villa de Espeja. Diez días después se pudo justificar “con indicios vehementes” haber sido Isidro de las Dueñas y Felipe Peñaranda, naturales de Orillares, para los que se solicitó el arresto en la cárcel pública, embargo de bienes y que se les tomase confesión. Evacuado se vio auto, con acuerdo de asesor, el 6 de marzo, mandando, entre otras cosas, que, para seguimiento de la causa, los conventuales otorgasen poder lo que hicieron, el 18 del mismo, en el nominado procurador, a pesar de ser otorgante, y en Bartolomé Esteban, vecino de dicha villa para que “prosigan en la referida causa cuyas diligencias hasta aquí obradas aprobamos y ratificamos”.
Así las cosas, fray Francisco Espinosa puso formal acusación contra los citados a los que se tomó confesión y se les mandó poner y puso presos, si bien se fugaron de la cárcel presentándose, personalmente, en la de corte de la Chancillería de Valladolid. Tras las diligencias oportunas, introducidas diferentes pretensiones por las partes, los gobernadores y alcaldes del Crimen de la Chancillería, recibieron el pleito a prueba con cierto término.
El 7 de agosto se reunieron, en la Sala Capitular del monasterio, los integrantes de la comunidad, con Isidro de las Dueñas y Felipe Peñaranda, vecinos de Orillares, como padres de los encausados y, por haber mediado personas de toda autoridad, celosas de la paz, con el fin de evitar rencores y enemistades, atendiendo a la proximidad entre el monasterio y el lugar y otras circunstancias, se apartaron de las acciones que tenían introducidas. Mutua y recíprocamente se separaron de las causas, “remitiéndose y perdonándose la una parte a la otra y la otra a la otra cuanto resulte y pueda resultar de todos los dichos autos”. Pidieron y suplicaron, además, a los alcaldes de dicho tribunal que respecto haber decidido dejar dicho litigio en ese estado “que cada una de las partes supla y pague las costas que en él se hayan causado hasta este día […] porque los otorgantes cesan inmediatamente en el mencionado pleito el que dan por ninguno como si no se hubiera principiado ni a su tenor se hubiera recibido información ni hecho otra cosa alguna”.
La verdad es que las relaciones de los monjes con algunos de sus vecinos no fueron, como cabría esperar, cordiales y de buena amistad. Un 2.º caso, aunque de un año anterior, lo confirma. Esta vez estuvo motivado por Manuel Moreno, igualmente vecino de Orillares, quien “con notoria mala fe”, metió un par de bueyes en una heredad sembrada de trigo, propia de esta comunidad, que estaba para segarse. Advertido del daño hecho, le reconvinieron, con prudentes razones, procurara apartar los bueyes de la tierra. Y viendo Manuel que le impedían ejecutar su gusto, “lleno de cólera y llevado de su intrepidez profirió diversos improperios, contumelias y amenazas y entre ella las de que se cagaba en los frailes y que a la primera ocasión que se le proporcionase había de dar un escopetazo a uno de ellos o de sus ganados, todo en desprecio y abandono del respeto y estimación que se debe a los religiosos y sacerdotes de este Santo Monasterio”.
El 15 de agosto de 1774, tres meses después del lance referido, el precitado salió al campo con escopeta y habiendo atravesado un religioso hacia Espeja, para celebrar misa, disparó un arcabuzazo y mató al perro que iba en su compañía. Un día antes, en la villa, habiéndole preguntado si traía el arcabuz para poner en ejecución sus amenazas, respondió que no “pero a breve rato dijo que si el Pe. fr. Francisco Espinosa no se hubiera hallado allí cerca hubiera propalado mil desvergüenzas al religioso que le hizo la reconvención”. Lo frailes, con el fin de que semejantes excesos y demasías se castigasen y sirvieran de escarmiento para otros, acudieron, como era de esperar, a los tribunales.